Vengo de dos pueblos de España, Puerto Real y Cádiz, donde sus alcaldes (comunista uno, popular el otro) participaron en la conmemoración de una gesta y un héroe. Me refiero a la batalla naval de Santiago de Cuba en 1898 y al Almirante Cervera. Una gesta olvidada por nuestros políticos en su centenario de 1998.
Ahora lo que se lleva es la auto contemplación del ombligo, devenido eje del globo terráqueo: cuanto más particulares y peculiares, mejor. Y de España, o como dicen “el Estado español”, ni se sabe ni se contesta.
Años atrás cumplí mi viejo deseo de bucear en los restos de la flota de Cervera hundida en aguas cubanas. En Santiago visitaba el Castillo del Morro. Y allí, en una de las sólidas salas de la fortaleza me encontré con la exaltación del heroísmo de los marinos españoles muertos en 1898. El Gobierno comunista cubano exponía la batalla no escatimando alabanza ni admiración por quienes, en definitiva, habían sido sus ayer enemigos: el ejército colonial español. Textos que serían calificados por estos memos políticamente correctos y definidores como “patrioteros” o franquistas.
Años antes había traducido a un comandante guerrillero africano la orden que el General-Presidente Emilio Aguinaldo había redactado tras la rendición de los “últimos de Filipinas”: “Habiendo hecho acreedores de la admiración del mundo por el valor, constancia y heroísmo… realizando una epopeya tan gloriosa y propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo, dispongo… que los soldados españoles no sean considerados como prisioneros de guerra, sino como amigos”. Aquel guerrillero quedó estupefacto.
Mientras nosotros seguimos ensimismados en nuestra nimiedad, otros recuerdan la Historia de España con admiración y respeto. Para nuestra vergüenza (a los que les quede).