La escuadra de operaciones de las Antillas 114 años después
Anotaciones de un viajero
Artículo publicado en la Revista General de Marina, nº de enero-febrero, 2013, pp. 99-112

Citar a Cuba en estas páginas, ante tan entendido grupo de lectores como los que tienen la amabilidad de leerme, es un reto al que creo debo unir rigor histórico en la descripción, y una buena dosis de atractivo para que estas anotaciones, totalmente personales, puedan trasladarle el entusiasmo de unas vivencias muy próximas en el tiempo, pues solo hace algo menos de dos meses que regresé de Cuba, así como el deseo de que puedan compartir, aunque solo sea mínimamente, unas vivencias muy particulares.

Ese sueño dormido en el subconsciente

Tengo que reconocer que mi memoria retrospectiva me lleva muy atrás en el tiempo. De siempre he tenido gran facilidad para recordar cosas vividas desde mi más tierna infancia. A principios de los años cincuenta del pasado siglo, yo no era más que un niño solitario en una casa muy grande. Me estoy refiriendo a la que fue primitivamente la casa de mi bisabuelo, Pascual Cervera Topete, en la villa de Puerto Real, en Cádiz. Al fallecer el bisabuelo en el año 1909, la casa pasó a mis abuelos paternos, y posteriormente, en 1953, a mis padres. Ya puede imaginar el lector una casa solariega de pueblo en tales fechas. Muchas habitaciones de techos muy altos con vigas de madera, dos plantas habitables, con una pequeña carpintería incluida pues el abuelo Angel (1) era muy aficionado a reparar muebles, encolar sillas y otras actividades que ahora conocemos como bricolaje. Como no había tantos medios materiales a disposición de los practicantes de esta actividad en aquella época, recuerdo que el abuelo fabricaba su propia cola con la resina de los árboles del jardín, la calentaba con no sé qué otra(s) cosa, y aquello, que desprendía un olor bastante desagradable, fue lo que en gran medida nos permitió disfrutar de aquellos muebles hasta bien entrada la década de los 80 del siglo pasado.

Solía mirar los muebles, cuadros y fotos antiguas que había en las habitaciones, pero muy especialmente aquellos que estaban en el gabinete de la casa. Allí estaba, en la misma posición de siempre, la que fue mesa de despacho particular del bisabuelo, del abuelo, y por último de mi padre (2). Yo miraba mucho en especial una foto que mostraba un grupo de señores “muy mayores y antiguos”, sentados la mayoría de ellos, y otros tantos, no tan viejos, detrás en pie.

Cervera con Eulate, prisioneros en Annapolis, julio de 1898 (Foto: Archivo Almirante Cervera)

Mi padre me señalaba al mayor de todos, uno de pelo y barba muy blanca. “Este es mi abuelito”, me decía, y ponía su dedo señalando a D. Pascual. Me explicaba que en esa foto estaba en América, prisionero tras la guerra con los Estados Unidos, me decía que había habido una guerra en un lugar llamado Cuba, citaba los nombres de aquellos barcos y me añadía los de los personajes de la foto, “este señor se llamaba Eulate, y este otro don Victor Concas y este otro… “, y así mi mente de niño de 4 o 5 años de edad, se iba empapando como una esponja de conocimientos que no podía entender entonces, pero que quedaron ahí dentro de mi cabeza.

El Infanta Maria Teresa, atacando al Brooklyn (Cuadro de Gurrea, propiedad del autor)

Primera etapa del despertar del sueño

Tempus fugit, siempre ocurre lo mismo, y la casa de Puerto Real tuvo un paréntesis de unos cinco años en los que poco recuerdo haber estado en ella, por no decir nada. Fueron mis años “africanos” al haber sido nombrado mi padre subgobernador de los entonces llamados territorios españoles del Golfo de Guinea, reconvertidos en su última campaña allí en las provincias de Fernando Poo y Río Muni, y con el ya entonces ejerciendo el cargo de gobernador civil.

Mi hermano tenía una niñera nativa de nombre Francisca, y mi padre, con su habitual sentido del humor tan peculiar en él, canturreaba los estribillos de una canción que decían “...para el Camagüey se me va Panchita…”, a los que ninguna atención presté entonces, pero que añadieron otro nombre más a mi base de datos mental: Camagüey, no tardando mucho en descubrir que Camagüey estaba en Cuba, claro. Y también casi en esa misma época, mi madre sintonizaba una melodía en Radio Ecuatorial Bata, (“La voz de España en Río Muni”), que a mí me gustaba mucho, y hablaba de un sitio, Siboney, que yo imaginaba lejos, muy lejos. Siboney…

Cuando con apenas 12 años estudio Geografía Universal en segundo curso de bachillerato, me entero que aquellos nombres “mágicos” que dormían en mi cabeza, Cuba, La Habana, Santiago, Siboney, Camagüey,… estaban allí, al otro lado del océano, y empiezo, sin conocerlos, a darle representación casi física en mi imaginación a todos ellos. No me suenan a desconocido en absoluto, y se reaviva mi atención e interés por todo aquello que desde mi niñez había venido escuchando como “lo de Cuba”.

El sueño es real…pero difícil

Damos un salto en el tiempo. Estamos en 1974 y yo, embarcado en el Juan Sebastián de Elcano como guardiamarina, me veo navegando a mis 25 años por aguas cercanas a Cuba. Hemos salido de Nueva Orleans y vamos en demanda de Hamilton, en Bermudas. Por la noche pasamos muy cerca de La Habana, tanto que podía ver en la lejanía sus luces. España y Cuba no mantenían relaciones diplomáticas en aquel entonces, así que seguíamos de largo. Allí, apoyado en la tapa de regala, miraba hacia lo lejos y mezclados con las luces de La Habana, pasaban como en perfecto estado de revista todos los recuerdos de mi infancia en Puerto Real, y me acuerdo de mi padre, que entró en La Habana a bordo del crucero Almirante Cervera en 1929, y mis deseos se reavivan, y creo que es entonces cuando me digo a mi mismo que tengo que venir algún día aquí, pero… ¿cuándo?

El crucero Almirante Cervera entrando en La Habana en 1929 (Foto: Archivo Almirante Cervera)

No quisiera parecer pretencioso ni mucho menos irreverente, pero la sensación que en esos momentos tuve, creo que podría haber sido como la de Moisés cuando, tras haber cruzado y errado por el desierto cuarenta años con el pueblo israelita, llega a la vista de la tierra de promisión y el Señor le dijo que la vería, pero en la que nunca pondría sus pies.

Ya en mi madurez como oficial de Marina, volví a navegar cerca de las aguas cubanas, pero la situación política se mantenía invariable, y solo algunos años después, veo en mi hermano (3) como una especie de lo que yo llamaría relevo emocional, pues él, marino de corazón aunque civil de profesión, toma interés por “la cuestión cubana” y empieza a acopiar datos y conocimientos hasta el punto en el que, en un momento dado, poco antes del primer centenario del combate naval de Santiago de Cuba, se embarca en la realización de un proyecto documental sobre todo lo relativo al 98, sacando a la luz un estupendo reportaje audio visual, (La caída del imperio español), (4) con el que consiguió varios premios. De ahí en adelante efectúa 5 viajes a Cuba y los EE.UU. incrementando sus conocimientos. En ninguno de ellos le puedo acompañar por razón de mis destinos y otros condicionantes. Ha llegado al punto en que la redacción de estas líneas coincide con la consecución de su doctorado en Historia.

Es difícil si tú quieres…

Me telefonea hace unos meses y me dice que quiere volver a Cuba, pero esta vez de una forma diferente, y me invita a que lo acompañe. Pretende bucear en los pecios de los barcos de guerra españoles hundidos en aguas de Santiago de Cuba. No tengo argumento alguno en contra para no ir, ya estoy disfrutando de mi dorada reserva y la tentación es muy fuerte, y todos los que me rodean y quieren, me dicen “¡ahora es la ocasión… si no vas lo lamentarás toda tu vida!”. Naturalmente, decido ir.

Durante los meses previos me he estado preparando releyendo libros, artículos y papeles sobre Cuba y el 98 en particular. He refrescado mis recuerdos del pasado y los he actualizado hasta donde he podido llegar, y además he tenido que prepararme para la inmersión con equipo autónomo de buceo, cosa que he hecho de forma totalmente “artesanal” pues en Sevilla, donde resido, no conocía de ningún sitio para entrenarme, así que me limité a cosas muy básicas en piscina y a solas. Esas cosas tan sencilla me han servido de mucho, y mi principal temor, la presión en los oídos, lo he superado sin mayor problema.

Inmersión en el pecio del Oquendo

Nuestro plan inicial era ir a bucear en la playa de Juan González en el pecio del “Oquendo”, pues este buque está muy cerca de la orilla, dejando ver sobre la superficie del mar gran parte del montaje González Hontoria de grueso calibre de 280 mm. de proa, y la caña del de popa. Es una imagen clásica que todos habremos visto muchas veces en postales, libros y publicaciones. Esa inmersión me serviría como bautismo de buceo, pues iba sin titulación alguna y sí con mucha ilusión. Si aquello salía bien, entonces la idea era haber ido otro día al pecio del “Colón”, que está en la playa de la Mula a 27m. de profundidad, y que se encuentra en muy buen estado y es espectacular.

Cuando íbamos en los vehículos hacia la playa de Juan González con los amigos cubanos, que aportaron los equipos de buceo, el camino se me antojó demasiado largo. Yo tenía la idea equivocada de que este barco quedó hundido mucho más cerca de la Socapa, pero no es así, y tanto este como los demás, pudieron marchar un buen trecho hacia poniente antes de sucumbir ante la lluvia de fuego que se les vino encima aquel 3 de julio de 1898.

Recuerde el lector que estaba a punto de materializar visualmente un viejísimo sueño que había dormido en mi mente casi….¡ sesenta años !., y así, en un momento dado, al doblar una curva de aquella carretera de tierra y piedras, pude ver a través de unos árboles allá abajo, la silueta inconfundible del montaje de proa del “Oquendo”, y en ese preciso momento sentí un escalofrío y como si se diluyeran las palabras de mis compañeros de viaje, abstrayéndome del entorno durante aquellos breves segundos. Aparcados los coches, y antes de hacer otra cosa, sin atender a nada ni nadie, me adelanté hasta la orilla y me quedé mirando fijamente hacia la mar.

El Oquendo desde la playa de Juan González (Foto del autor)

Volví a la realidad al cabo de unos instantes ante la algarabía y los comentarios de todos los que estábamos allí. Nos pusimos los trajes de buceo con los equipos. A mí me asignaron a Homerito, un extraordinario y simpático instructor de buceo cuya misión era exclusivamente ir pendiente de mí, que la respiración fuera pausada, control del aire de la botella, compensación de los oídos en la inmersión etc. etc. Me daba mucha seguridad todo aquello.

La entrada en el agua fue difícil pues la playa no es en absoluto arenosa sino que está llena de piedras resbaladizas entre las que había de vez en cuando algún que otro erizo que había que evitar, pues sus púas atravesaban fácilmente los escarpines. Con el agua a la cintura nos echamos con los chalecos inflados, nos colocamos las aletas y empezamos a nadar hacia el pecio. Había como unos 70 metros de distancia, pero el oleaje, y la falta de práctica para moverme con tantos arreos encima, me hicieron ir despacio a pesar de estar moderadamente en forma.

A unos 10 metros a la altura del montaje de proa, que se había hecho muy grande a mi vista, nos preparamos y en un momento dado nos sumergimos. La profundidad es poca, y tras descender algo más de cinco metros, uno se ve sobre la estructura del barco. Pude entonces comprobar que mis oídos no se resentían nada, y con una sola vez que soplé por la nariz pinzándomela, llegué al fondo sin novedad, algo que puede sonar tal vez ridículo para los practicantes asiduos del submarinismo, pero un inmenso logro para mí que bajaba mirando a Homerito todo el tiempo, y él me hacía el OK con la mano, al que yo contestaba de igual forma, y así nos vimos en pocos segundos en el fondo. Yo estaba de espaldas al barco, así que cuando me hizo señal de que me girase, y apareció delante de mí la mole del cañón, me quedé metafóricamente sin respiración. Tengo que estar pendiente de la inmersión, pero tengo ya ante mis ojos, a unos ocho metros de distancia, los restos del crucero y me resulta imposible describir las sensaciones y todo lo que se me pasaban por la cabeza… todo… y nos desplazamos hacia el centro y popa del barco lentamente. Quiero verlo y sentirlo todo, pero tengo que estar pendiente de lo que estoy haciendo, es mi primera inmersión.

Noto al instructor pegado literalmente a mí y siento como me sujeta suavemente por el brazo, y eso me va dando más y más seguridad hasta el punto que, en un momento dado, voy viendo entre planchas, bitas y engranajes cubiertos de coral, al bisabuelo en la foto del gabinete de Puerto Real, y me parece estar oyendo entre las burbujas de mi respiración la voz de mi padre enseñándome la historia, y me lo imagino sonriente y feliz de verme vivir con tanta intensidad esos momentos. No sé si con un neopreno y bajo el agua se puede advertir una situación en la que los pelos se te ponen como escarpias, pero yo estaba así en esos momentos. Homerito me señala un enorme agujero en una de las planchas de hierro, es de uno de los múltiples proyectiles de los acorazados americanos. Dios sabe cuántas vidas se pudo haber llevado por delante.

El Oquendo tras el combate (Foto: Archivo Almirante Cervera)

Buceamos lentamente hacia la popa, y vemos un palo caído y cubierto por corales, con su cofa ya sin fondo, por la que atravesamos, y allí cerca de la popa miro junto al montaje principal hacia arriba y veo su gran mole negra que asciende y sale por encima de la superficie con el sol del mediodía por encima. Ascendemos e intento abrazar la caña recubierta de todo tipo de seres marinos y veo que es difícil abarcarla, la acaricio a través de sus cortantes filos como queriendo sentir lo que todos estos hierros han significado en la historia de España y la Marina, y el sacrificio enorme que hay detrás de su silencio ya secular, solo interrumpido ahora por nuestra respiración y algunos pececillos de vivos colores que nos rodean.

Tras un par de ascensos y bajadas de nuevo, completamos un total de 91 minutos de inmersión que a mí me parecieron segundos. Me sentía como drogado, embriagado de una especie de narcolepsia emocional. La salida a nado hasta la playa, y el cruzar de nuevo los pedruscos con los erizos, fue complicado otra vez. Nada más llegar a donde estaban ya otros buceadores, un cámara de la productora audiovisual “Mundo latino” que conocía mis circunstancias, me preguntó por mis impresiones y casi no recuerdo que contesté, salvo que no podía describir con palabras lo que había sentido, y que bajaría una y mil veces más allí.

Recogidos los equipos y trasladados todos a una casita muy cercana, donde nos iban a dar de comer pescado criollo con pulpo y maíz, yo me separé del grupo y me acerqué a la playa de nuevo, pero por su parte lateral en sentido hacia el Oeste, que está llena de rocas. Veo a poco más de cien metros de distancia perfectamente los montajes del barco asomando sobre la superficie del mar. Me siento allí en unas piedras acompañado únicamente del sonido del batir de las olas contra las rocas, y me quedo mirándolos pensando y repasando mentalmente la experiencia recién vivida.

Rescate de supervivientes en la playa (Foto: Archivo Almirante Cervera)

Me imagino entonces el enorme calvario de aquellos hombres de hace ya 114 años saliendo por allí heridos o mutilados, casi desnudos, con el barco en llamas y el enemigo haciendo fuego, y hacia una playa donde les esperaban los mambises y sin saber qué iba a ser de ellos. Entonces, y sin habérmelo propuesto de antemano, me salió de mi interior una plegaria por todos ellos, por su valor, por su sacrificio, por su heroísmo… no conocí a ninguno de ellos obviamente, pero los sentí en esos momentos muy cerca de mi corazón, y me acordé de mi padre, de mis hijos… y me dejé llevar por la emoción sin que ya pudiera ni quisiera evitarlo.

El autor frente al pecio del Oquendo (Foto del autor)

En el Furor

A los dos días de mi primera inmersión, se suscitó la cuestión de ir al pecio del Colón. La cosa se ponía difícil, aparte la gran distancia por carretera, que lleva cuatro horas en alcanzar la desembocadura del río Turquinos y la playa de la Mula, desde donde hay que acceder al mismo. Pero la inmersión no se puede hacer a cualquier hora, pues hay que estar en el agua no más allá de las 9 AM, lo cual nos obligaría a un buen madrugón, y siempre con la incógnita de la posibilidad de hacer inmersión, pues habría que dar un cabo desde tierra dado que no se disponía de lancha o embarcación que nos pudiera poner en el sitio exacto del pecio. Los expertos lo veían complicado y en algún momento ya hablaron de que era arriesgado. Ante tales dificultades optamos por ir a cambio al Furor.

Este barco está algo más cerca de la boca de la bahía de Santiago que el Oquendo, pero aun así también marchó un cierto trecho antes de sucumbir. El comandante de la Escuadrilla, D. Fernando Villaamil, murió al igual que el comandante del Oquendo, D. Juan Bautista Lazaga.

Para llegar hasta allí fuimos en un catamarán desde Punta Gorda. Salimos pasando frente a cayo Smith (hoy rebautizado cayo Granma), y seguimos entonces la que tuvo que ser la derrota de los barcos de la escuadra en su última navegación, poniendo proa a la salida y cayendo a estribor para doblar la Socapa, dejando el Morro a babor. Fue muy emotiva esta parte de la navegación, y mientras observaba la bocana de salida de la bahía, recordé las palabras del CN D. Victor Concas, comandante del buque insignia Infanta María Teresa, cuando, nada más haberle dado vuelta al bajo del Diamante, habla de aquel “silencio sepulcral a bordo y en tierra… momento solemne, capaz de hacer latir el corazón más templado… pidiendo venia al Almirante para romper el fuego… ¡Pobre España! Le dije entonces al Almirante, a mi querido y noble Almirante, y éste me contestó significativamente con la cabeza, como diciendo que había hecho cuanto era posible para evitarlo y que estaba tranquila su conciencia”.

Y aquí, y una vez más aunque no sea objeto de estas anotaciones, creo obligado hacer un paréntesis y recordar aunque solo sea brevemente, las estériles e injustas acusaciones, algunas de ellas rayando en el libelo, por el hecho de que Cervera salió, según dijeron, de forma “tácticamente incomprensible al haberlo hecho de día en lugar de aprovechar la oscuridad de la noche”. No pueden concebir que, en la mente del Almirante, que sabía que de noche o de día, la escuadra estaba condenada a ser destruida, no existía más táctica que la de procurar minimizar al máximo el número de bajas que sabía habrían de producirse ante la enorme desproporción de fuerzas. De día, los náufragos podrían ver y nadar hacia la playa o ser recogido por embarcaciones o balsas que pudieran llevarlos a tierra firme, mientras que en la oscuridad de la noche, tales facilidades no habrían existido. Considere el lector las circunstancia del momento: Una gran parte de los miembros de las dotaciones ni siquiera sabían nadar, el factor sorpresa, en una hipotética salida nocturna, no habría existido jamás, pues durante la noche dos buques americanos se acercaban a menos de 2 millas de la bocana de la bahía para iluminar constantemente con sus proyectores la salida, (esto lo recogen tratadistas navales de la época, como Mahan, e incluso el propio Almirante Sampson), sin que las baterías de costa los incomodaran lo más mínimo, y en 1898, no lo olvidemos, ni existía el radar, ni el sonar ni la radio, elementos que facilitan enormemente la navegación en condiciones de visibilidad muy limitadas, y que, en todo caso, y de haber existido, también los hubieran poseído los americanos.

En nuestro catamarán, una vez doblada la Socapa, caímos a estribor para ir navegando hasta el pecio del Furor en una navegación de algo menos de una hora. La situación del pecio la hicieron los cubanos por estima, pues ni está balizado, ni llevaban GPS. Tras un par de inmersiones de uno de los buceadores, se localizó y nos preparamos todos para la inmersión.

El autor buceando en el pecio del Furor (Foto del autor)

La inmersión precedente había sido de unos 9 metros como mucho. Ahora se trataba de bajar a 25 metros. De nuevo la emoción, la adrenalina, los sentimientos, la preocupación por hacerlo todo bien y conforme a las instrucciones que me daban; y comenzamos el descenso poco a poco, haciendo las compensaciones en tres o cuatro puntos, viéndonos en el fondo en un par de minutos. Me sentí seguro como cuando el Oquendo. Pero ahora lo que tenía ante mis ojos era mucho más limitado. La visibilidad era de 10 metros aproximadamente. El Furor se encuentra totalmente colapsado y sus restos diseminados y hay que ir siguiendo las indicaciones de los que conocen bien el pecio para identificarlo. Rodeamos una caseta, y al pasar al lado opuesto vi a mi hermano y a otros buceadores. Miramos con linterna dentro de un compartimento en el que se adivinaba la manivela de accionamiento de una sirena custodiada por un pez león, así como tubos de cobre y otros mandos.

Seguimos unos minutos más viendo aquellos restos y combinando sentimientos con el control de la inmersión. Nuestro amigo Teo y mi sobrino, descubren varios proyectiles semi enterrados en la arena del fondo muy cerca de las planchas del costado. Me siento emocionado y feliz, tanto que comienzo a aletear más rápidamente, cosa de la que se percata mi instructor al momento, que me sujeta y me pide más tranquilidad.

Tras unos 25 minutos de inmersión volvemos a iniciar el ascenso, esta vez lentamente y con parada a cinco metros de la superficie durante tres minutos para eliminar el nitrógeno de la sangre. Lo hacemos todo con orden y ya arriba respiro el aire fresco pero denso de estas latitudes.

Reflexiones finales

Dicen que quien no tiene sueños está muerto en vida. Lo oí hace ya bastante tiempo sin que le prestara entonces demasiada atención, pero ahora, y una vez que he visto como mi sueño de casi 60 años de espera, se ha hecho realidad, lo corroboro por completo. Las historias que te cuentan y lees a lo largo de tu vida, solo tienen ese valor añadido, ese toque que las hace palpables cuando en un momento dado puedes ponerte en ambiente y vivirlas sobre el terreno y en el lugar preciso de los hechos. Esta experiencia que he vivido cuando ya mi vida militar en activo ha tocado a su fin, me ha demostrado algunas cosas que desconocía. Antes de ir allí, no podía imaginar cuántas, y de que índole, fueron las tremendas penalidades de aquellos hombres de hace ya más de un siglo. Que en Cuba hace calor y una climatología dura ya lo sabes antes de venir. Pero cuando compruebas hasta qué punto eso es así, y que grado de humedad tan alto hay, no puedes dejar de pensar en las dificultades que los marineros de la escuadra y militares de rayadillo tuvieron que sufrir, sin saber cuándo volverían, si es que volvían, pues uno de cada dos no regresaba, y sin que se produjera ni una sola deserción. La manigua en este lugar es mucho más espesa y densa de lo que te hacen ver los libros cuando te adentras unos metros en ella… y allí estaban los mambises siempre.

Cuba y sus habitantes son admiradores y respetuosos con España y la historia común que nos une. Salvo alguna excepción puntual, no quieren ver en nuestros militares de la guerra de su Independencia a enemigos, sino al adversario que luchó siempre con honor. El enemigo para ellos era otro. He visto las tumbas de nuestros muertos del Caney y San Juan allí en el cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago, muy próximas a la del libertador José Martí. He visto la placa en el castillo del Morro en el que se apela al honor de los marinos españoles en el cumplimiento del deber. Allí, en ese centro que es historia de Cuba, pero también de España, se izó nuestra bandera junto a la de Cuba el 3 de julio de 1998, justo en el centenario del combate naval que dio al traste con los sueños románticos de una España que entonces tenía la opinión extraviada. Aquel 3 de julio, un siglo después de finalizar el periodo de cuatrocientos años de la España imperial, Cervera habría sonreído ante tal escenario a la nueva era que le sobrevino, pero se quedó en su silencio del Panteón de Marinos Ilustres donde reposan sus restos. Mejor así. La historia es la que es y no se puede cambiar.

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