Mi abuelo Fernando tenía la mirada clara, la frente amplia, y la palabra rocosa de arengas y de cigarros. Sentado en su sillón, o en la algarabía de un café, o a la sombra de un naranjo sevillano, desgranaba ameno y socarrón el fragor de otros días y de otras guerras: el Desastre de Annual, la Campaña del Rif, la Guerra Civil que le requirió apenas doce días después de contraer matrimonio. De todos aquellos episodios, mi asombro de niño se recreaba en la narración de la Guerra de Cuba y la gesta de mi tatarabuelo, el General Joaquín Vara de Rey.
Corría el año 1898 cuando la marina estadounidense arribó al oriente de Cuba con el fin de agregar la Isla a su fulgurante expansión. Al otro lado del frente aguardaban las tropas españolas, bastión último de un Imperio ya macilento. El combate de El Caney ilustra magistral o trágicamente la superioridad en hombre y en armas del bando norteamericano y la valentía superlativa de los soldados españoles que tuvo réplica en tantos frentes de Cuba, Filipinas y Puerto Rico. El fuerte de El Caney, situado a unos 7 kilómetros de Santiago de Cuba, tejía una línea de protección junto al fuerte de El Viso y la vecina Loma de San Juan.
Los estadounidenses, auxiliados por los nativos mambises, no tardaron en quebrar la resistencia de El Viso y emprender el asedio de El Caney. Apostados detrás de sus paredes, aguardaban 549 soldados que resistieron durante más de diez horas los embates de más de 8.000 hombres del General Lawton. Apenas pertrechados de armas de corto alcance y no más de dos cañones, los españoles prorrogaban disparo a disparo la agonía de su Imperio. El General Vara de Rey dirigía a sus soldados, y aun herido de gravedad en ambas piernas, siguió arengándoles desde una camilla en la que fue alcanzado y muerto por las balas enemigas. En señal de respeto a su magno valor, el propio ejército vencedor le tributó en formación los honores que se reservan a los héroes.
El mundo de fines del siglo XIX ya conocía el poder de la prensa y de la fotografía, de modo que los ecos del combate cruzaron velozmente el Océano. La sociedad española, aturdida por los acontecimientos del 98, alabó enseguida el heroísmo del General y de sus hombres. A título póstumo le fue concedida la Cruz Laureada de San Fernando, el Senado proclamó su valor y concedió una pensión a su viuda, se esculpieron monumentos a su memoria en Madrid y en Ibiza, y aun hoy su nombre da lustre a calles y plazas de varias ciudades españolas.
Casi cien años después de estos sucesos mi abuelo fallecía en un Hospital de Madrid. Semanas después mi abuela Maruja me comunicó el hallazgo, entre sus cosas, de una carpeta que parecía contener papeles relativos a nuestra familia y en la que en primer término se hallaba la siguiente nota: “Cuando yo falte, dad por favor, esta carpeta con su contenido a Paty para que la conserve y, en su día, se la dé a su hijo Fernando” ¡Gracias!
Mi padre, extraviado en la desmesura de otras y otras guerras sin cuartel, rehusó el ofrecimiento. Siguiendo la línea natural y el propio designio de mi abuelo; la carpeta llegó a mis manos. En ella encontré escritos de un profundo valor sentimental: un árbol genealógico tupido de generaciones, certificados de nacimiento y defunción, cédulas de nombramiento de mi bisabuelo Miguel, que fue magistrado en varias ciudades de la península y ultramar.
La carpeta contenía, asimismo, documentos relativos al General Vara de Rey; recortes de prensa de la época; croquis del Combate de El Caney, y un facsímil de la hoja de servicios que me permitió conocer detalles tales como su participación en la tercera guerra carlista, su calidad de Capitán General de Filipinas y Gobernador de las Islas Marianas, su heroísmo en la batalla de Loma de Gato ya en tierra cubana, y el luctuoso hallazgo de que junto al General lucharon y perecieron en El Caney su hermano y dos de sus hijos. El estudio de estos elementos y el recurso a otras lecturas fue sedimentando en mí el proyecto de viajar a Cuba y recorrer los escenarios del Combate. Años después, el azar me deparó un encuentro formidable que supuso el espaldarazo definitivo.
En 2004 me encontré con Ángel Luis Cervera, bisnieto del ilustre almirante Pascual Cervera. Cervera dirigía la flota española que sucumbió a las naves estadounidenses que cercaban el litoral cubano en los días aciagos del 98. Ángel Luis Cervera fue como yo, depositario de la memoria de sus mayores. Investigador, conferenciante y propietario de una formidable colección de reliquias de la contienda, fue quien me persuadió del fervor con el que el estrato intelectual cubano, e incluso la sociedad civil, recordaban a mi tatarabuelo. En realidad los intereses de la Cuba de entonces pasaban por la victoria estadounidense, pero la traición a estos intereses que supuso la enmienda Platt, o tal vez el desgaste de la imagen de los EE.UU. ante la opinión pública local, o acaso el peso de la gloria que al cabo no distingue banderas ni uniformes, parecía despertar la admiración hacia el General Vara de Rey. “Adversario –decían-, que no enemigo”.
Gracias a la mediación de Ángel Luis pude contactar con Omar López, Conservador de la ciudad de Santiago de Cuba, y con Eusebio Leal, Historiador Oficial de la Ciudad de La Habana. En vista de su cálida respuesta avancé los preparativos y, una mañana de agosto de 2005, tomé un avión de Cubana de Aviación que me condujo hacia mi estirpe, hacia mi infancia y hacia la patria indómita de los recuerdos.
En compañía de Omar López, Conservador de la Ciudad de Santiago de Cuba, de su hija Yaumara y de Susana, camino por el suelo ocre de la playa de Siboney. Cuentan los cronistas que a ella arribaron las fuerzas estadounidenses, y que en sus aledaños acamparon y aguardaron algunos días hasta desplegar su ataque. Sin prisas, sin urgencias, agotaban una espera de lustros y ensayaban un sabor premonitorio de victoria.
Al frente divisamos un horizonte profundo y atlántico; a nuestra espalda se yerguen los promontorios casi gemelos de San Juan y El Caney que, por primera vez, se levantan ante mis ojos. Recorremos la senda que tomaron las tropas norteamericanas, y recuperamos resuello en el museo de la allí denominada Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana. Su responsable me muestra uniformes y medallas, armas y fotografías; me invita a firmar en el libro de visitas, y me palpa un hombro tímidamente con un aire de superstición. También en Omar y en otras personas que saludamos durante el recorrido percibo un hálito de acontecimiento, una reverencia a la sangre que me anima y al regreso de un Vara de Rey al túmulo figurado de sus antepasados. “Adversario –decían-, que no enemigo”.
A media mañana emprendemos el ascenso hacia el Fuerte que corona la loma de El Caney. La vegetación, el aire del mar, la luz del mediodía componen una atmósfera de paz infinita. De pronto el cielo se nubla y se quiebra con una lluvia fina, pero sonora. Omar afirma “hoy todo es extraño; vine cientos de veces a esta colina y jamás vi llover”.
El Caney presenta una subida sinuosa, un camino de vías angostas que deja a ambos lados un remanso de helechos y de maleza. En las primeras estribaciones queda el poblado, trabado de las chozas de techo de palma –caneys- que dan nombre a la loma. Nadie se asoma, nada se escucha. Poco a poco la senda se empina y se ensancha, y deja ver a sus lados el perfil adusto de los blocaos. “Desde aquel puesto –comenta Omar- dispararon al General Vara de Rey en ambas piernas”.
En su cima permanece, incólume a las balas y al polvo de la historia, el Fuerte de El Caney. Como los Fuertes de juguete de nuestra niñez resulta una construcción monótona, apenas cuatro paredes de ladrillo recubiertas de argamasa y de piedra y hendidas por troneras como ojos verticales. En su centro se extiende un suelo de grava y un bloque de piedra coronado por uno de los cañones con que contaban los españoles.
Penetro en el Fuerte, escalo las barras que conducen hasta la escueta superficie de la que brota el cañón. Los escenarios de la Batalla –El Viso, San Juan, Siboney- se superponen en un paisaje imponente. El calor es sofocante y la lluvia, solitaria y húmeda. Llevo en una mano un ramo de flores, uncido con dos lazos de colores que evocan las banderas de España y Cuba. Propongo a Omar que cada uno amarre un lazo a un extremo del cañón; él la bandera española y yo la cubana, como austera liturgia de reconciliación. Tomo entonces un texto de Justo de Lara, periodista cubano que refirió el Combate en “El Fígaro de la Habana” y leo en voz alta algunos de sus fragmentos:
“…el que escribe estas líneas se encontraba aquel día memorable en el sangriento campo de lucha entre los enemigos de España, y hubiera sentido el triunfo de los españoles como una desgracia para Cuba y tal vez para el mundo… Pero admiremos al gigante español. ¡Hombres de todos los pueblos que respetáis el heroísmo, saludad la memoria de Vara de Rey!... Cuando ya no le quedaba más que un puñado de hombres y las heridas de su cuerpo no le permitían ponerse en pie, comenzó, acostado en una camilla y conducido por dos soldados, la retirada hacia Santiago… En aquel espantoso día aquel gigante vio la destrucción de cuanto podía serle más grato en la existencia: su familia, su bandera, el poder de su patria. Más ni un instante se abatió su espíritu de acero. Herido dos veces, rodeado apenas de 60 hombres, resto último de sus tropas, se incorporó en la camilla para decir: ¡Fuego, muchachos! La tercera bala vino entonces a cortar su existencia. Cayó como un titán dominado por la muerte, pero todavía le quedaron fuerzas para incorporarse por última vez y, con los ojos vidriados, ahogándose en su sangre, levantar la espada, como en saludo militar a la Gloria, y gritar nuevamente: ¡Fuego y Viva España!”.
Al concluir la lectura, por primera vez en mi vida adulta, lloré. Desconsoladamente, airadamente, dulcemente. Lloré por la agonía y por la muerte, por el alma de hombre de mi General, por los quintos que perecieron sin poder contar que habían visto el mar, por la pompa imperial vuelta jirones, por el trágico destino de la España que aún habría de sufrir una Guerra Civil, por la gloria de todas las batallas y el horror de todas las guerras, por mi abuelo que hizo mía su memoria, por mi padre que me usurpó la suya, por el cieno suculento de la infancia y por la noche incierta del porvenir.
“¡Fuego y Viva España!” Un manojo de flores encarnadas obstruía la boca del cañón.